Creo
que se le llama miedo. No a las decisiones o a la vida o a uno mismo, sino a
todo lo que nos rodea.
Miedo a seguir creciendo, sin saber del cierto si quien ves en el espejo es, en realidad, el proyecto de la persona que quieres llegar a ser. Cada decisión tomada es una muesca más en la pared tras de ti, imborrable y crítica, con un alto grado de repercusión en tu presente, futuro y eternidad. Miedo. A ver en ese espejo tu armadura hecha escombros y sentirte desnudo o a trozos.
Temor a la conectividad, conexiones cerebrales inexplicables, preciosas, únicas, acojonantes. A los destellos por los que se daría lo que hiciera falta por seguir, por volver a ver o volver a vivir. Significado de dependencia, de falta de control total sobre tus sonrisas y lágrimas. De capacidades decisorias compartidas queriendo o sin querer, de explicaciones necesarias.
Díganme,
¿Quién quiere esto? Lo quiere quien de repente es abrumado por todo ello. Cuando
la tormenta de verano llega te empapa corras lo que corras, no se la ve venir,
ni la preceden los nubarrones ni el viento, ni el olor a humedad si quiera,
pero llega y cuando lo hace cala hasta los huesos. Hay a quien le gusta andar
bajo la lluvia y sus sorpresas, hay que ir con cuidado, las tormentas de verano
son las que dejan más desastres tras de sí. También hay a quien no les gustan y
se esconden de ellas hasta que remiten y se esfuman, dejando solo los charcos que
el Sol secará sin más.
Miedo, ya sea a la lluvia o a la vida que
llega de golpe y el cómo afrontarlo.
De
cara, a por ello, a comerse el mundo
De
espalda, contra ello, a huir del mundo
Miedo,
sensación de alerta y angustia por la presencia de un peligro o mal, sea REAL o
IMAGINARIO